“Esta noche me comunico con
ellos, me dirán dónde están los niños y mañana vamos a recogerlos”. Fue en la
mañana de este jueves cuando don Rubio, líder de los indígenas de Araracuara,
sentenció que la pesadilla estaba a punto de terminar. Lo encontré en su
campamento, cerca de la avioneta siniestrada. Había celebrado una primera toma
de yajé, que resultó fallida. Pero estaba convencido de que la segunda
arrojaría la luz anhelada. Que los duendes, por fin, aceptarían entregar a los
pequeños.
Lesly, Soleiny, Tien Noriel y
Cristin aparecieron este viernes en un punto muchas veces revisado. Fue el
lugar donde la unidad Dragón 4, de las Fuerzas Especiales, encontró el pasado
15 de mayo el primer refugio de los niños, los restos del maracuyá, las tijeras
y la moña, a 3 kilómetros del avión siniestrado.
“Milagro”, gritaron los
soldados de la unidad TAP 1 que los encontraron. La palabra clave que habían
acordado en la Operación Esperanza para dar la noticia retumbó por todo el país
40 días después del accidente.
“Los niños están vivos,
aguantarán porque están protegidos por el dueño de la Naturaleza y vamos a
recuperarlos muy pronto”, me había dicho Manuel, el papá, tan solo 24 horas
antes. Descansaba en una hamaca de su campamento, todavía somnoliento, porque
había permanecido despierto casi toda la madrugada, aguardando la sentencia del
yajé.
“Es un misterio. Nos sorprende
a todos. Es una zona que nosotros trillamos, y en esa área no hay cuevas, ni
selva espesa, ni nada que no hubiésemos registrado”, me dice sorprendido un
soldado. “Estamos felices. Es un signo de esperanza, de vida. Una emoción muy
grande para los que pasamos semanas buscando a los niños sin perder nunca la
fe”.
El soldado echa la vista atrás
y recuerda cuando escuchó unos lamentos. “¡Los niños!”, pensó y corrió henchido
de felicidad hacia el lugar de donde procedían. Paseó su mirada por la vegetación,
removió maleza, bejucos, ramas. Hasta que el rastreador de su unidad, nativo
del Guaviare, advirtió la confusión. Había oído al “pájaro triste”, que emite
sonidos que parecen humanos. La selva está plagada de ruidos engañosos, de
laberintos, de misterios insondables.
Habían sido los primeros en
llegar al punto del siniestro, el 6 de mayo. Ahora les parece que ha
transcurrido una eternidad desde que dieron con el refugio donde los niños
debieron pasar las dos primeras noches. Luego vieron el maracuyá, apenas
mordido, la moña y las tijeras. Los primeros signos de vida. Después, la
avioneta estrellada y, más tarde, cuando pudieron acceder a la cabina, los tres
cuerpos sin vida de los adultos. La sorpresa, como todo el país ya conoce, fue
la ausencia de los pequeños. “Es un milagro”, murmuraron los soldados. A nadie
se le ocurrió entonces levantar la voz para anunciarlo.
En esas jornadas iniciales,
las Fuerzas Especiales actuaron silenciosas, haciéndose invisibles, lo habitual
en sus misiones. “Nos dimos cuenta de que había que modificar el procedimiento,
hacer ruido, gritar el nombre de Lesly, hacernos sentir para que los hermanitos
nos vieran”, relata el soldado, que pide, como los demás, que mantenga en
reserva su identidad. Aun sin confirmar la ausencia de guerrilla por esos
parajes, estaban decididos a asumir los riesgos. “Era una experiencia nueva
para todos. No es lo mismo seguir el rastro de enemigos, sin que se den cuenta,
que el de un grupo de niños perdidos”.
Si debieron ajustarse a las
circunstancias especiales, el arribo de los indígenas de la Amazonía, unos diez
de Araracuara y otros tantos de Putumayo, les abrió un horizonte nuevo. “De
nosotros, aprendieron a navegar con el GPS. Y ellos nos enseñaron mucho de la
selva, de sus tradiciones, de su profunda espiritualidad”, cuenta el soldado.
Aunque cada grupo ha respetado
sus espacios en todo momento, con el pasar de los días lograron establecer una
hermosa hermandad que solo tenía por objetivo hallar con vida a Lesly y a sus
hermanos. Los hijos de don Manuel han sido el centro de sus encuentros,
conversaciones, del intercambio de saberes y experiencias. El mundo exterior y
sus problemas quedaron atrás, su universo se redujo a unos kilómetros de selva
virgen.
“Además de conocer los
secretos de la selva, la mayoría de los de Araracuara participó en otros
rescates”, anota un militar. Quedaron admirados de sus conocimientos de
plantas, de bejucos, como el que cortó don Manuel con su machete y brotó un
chorro de agua, y respetan sus creencias y tradiciones ancestrales.
Uno de los líderes indígenas
explicaba que cada selva virgen tiene un dueño, y una noche se le presentó uno
en forma de oso, reclamando su tierra. “Váyanse, los niños no están por estos
lados”, le gritó enfadado el propietario. Había oscurecido, su grupo estaba
agotado y no le hicieron caso. “Como no nos movimos, nos mandó un aguacero”,
concluyó el líder.
Al término de cada jornada,
cuando caía la noche, los indígenas celebraban un ritual para hallar respuestas
a tantas incógnitas. Masticaban mambe, quemaban ají y don Rubio se comunicaba
con un abuelo del más allá. Según relatan, en el pasado libraron una guerra con
los duendes de la selva, que son una suerte de energía que se encarna en tigre,
en danta, en otros animales. Para espantarlos, esparcen ají quemado, como si
fuese incienso, por los parajes por donde habitan esos seres malvados.
“Es misterioso cómo sobreviven
los niños”, señalaba otro nativo de Araracuara el jueves de esta semana. “De
acuerdo con nuestras creencias del Amazonas, cada territorio tiene un manejo y
esta es cultura del Yuruparí. Después de unos días, los seres de la zona se
apoderaron de los niños. Cuando aparezcan, estarán en buenas condiciones porque
ellos los habrán cuidado”.
Para los soldados resultaba
inexplicable no haberlos encontrado antes. Más raro aún después de verlos
actuar. Me impresionó su capacidad para escuchar y ver lo que otras personas
sin su pericia jamás advertirían: una rama cortada sin motivo, un sonido apenas
imperceptible ajeno a la selva. Y el que estén armados en todo momento de una
moral inquebrantable.
Pero han sido testigos de
misterios insondables, como la pérdida de Wilson, un magnífico perro
rescatista. “Era medianoche, nos quedamos cerca de la avioneta, y de un momento
a otro Wilson salió corriendo y nunca regresó. Días más tarde, una unidad lo
miró a unos 100 metros, pero el perro volvió a alejarse corriendo. Es muy raro
porque un canino tan entrenado como Wilson jamás abandonaría a su guía”,
rememora un uniformado. En una fecha posterior, encontraron una huella de un
pie de Lesly junto a una del perro, y esta semana volvieron a avistar al
animal, que volvió a esfumarse. Pero por desgracia, aunque han encontrado los
niños, Wilson sigue desaparecido.
“Es una selva tan compleja que
hay momentos que la brújula del GPS se vuelve loca y tienes que reiniciarlo
para coger el rumbo. Eso solo nos ha pasado acá”, admitía un militar. “Uno es
escéptico, pero las cosas que adivinan, que intuyen los indígenas del Amazonas,
lo que hemos visto en ellos, nos muestran que poseen sentidos que nosotros no
tenemos”, atestiguaba otro soldado.
Desde que hallaron los
zapatitos azules del menor, a unos 3 kilómetros del avión, los indígenas
amazónicos achacaron a los duendes la demora en encontrar a los pequeños.
Resaltaban que hicieron casi todos los rituales necesarios y eran conscientes
de que el centenar de experimentados integrantes de las Fuerzas Especiales
habían escrutado palmo a palmo unos 20 kilómetros a la redonda de la avioneta
siniestrada, un área más extensa de la que podrían recorrer unos niños
desamparados.
“Calculo que cada unidad, de
ocho o diez hombres, ha caminado entre 250 y 300 kilómetros, observando con
detenimiento todo”, precisaba un uniformado. En total, estimaron que el cuerpo
de élite de las Fuerzas Militares colombianas, admirado por sus pares de otros
países, había superado los 2.500 kilómetros andados.
Todo parecía tan misterioso
que los indígenas culpaban a los duendes de no permitirles localizarlos.
Había zonas “casi imposibles
de atravesar y menos para unos niños”, me dijo un militar que llevaba 23 días
insertado. También debieron cruzar caños, algunos corrientosos y profundos, que
les cubrían hasta la cintura. Y pensaban que los pequeños no avanzaban en línea
recta. Por las pistas que dejaron, se estableció que siguieron una ruta en
forma de anzuelo, sin ningún destino concreto.
También preocupaba lo difícil
de orientarse por el sol, dados los cielos nubosos y un techo de árboles. Lo
habitual, lo que pronostican los expertos, es que los perdidos en la selva dan
vueltas y se desorienten días enteros.
Pese a disponer de abundante
agua, la falta de comida era otra incógnita. La mayoría de los militares ha
bajado entre 3 y 10 kilos de peso en el mes largo en la selva, a pesar de las
raciones diarias. Peor los niños, se decían, alimentados con unas esporádicas
pepas de coco y maracuyás silvestres. Sin olvidar las incesantes lluvias y el
frío de madrugada. “Nosotros dormimos en hamaca, con cobija, cintela y
toldillo, y los niños, a la intemperie. No sé cómo resisten”, se preguntaba un
soldado.
Cada noche pensaban en ellos.
“¿Cómo se resguardan de los aguaceros, del frío, y cómo hacen sin toldillo ni
repelente? Hay zancudos y palomilla, que pica terrible, y las hormigas congas,
que lo ponen a uno a llorar”. Les entristecía intuir que los habrían
acribillado de picaduras, además de vivir atemorizados por los animales
salvajes. “Lo normal es que se encuentren tan débiles que no puedan gritar ni
moverse, que estén acostados”. Descartaban que hubiesen fallecido, porque
habrían dado con sus restos.
También los atormentaba que
pudieran herirse. Evacuaron a un soldado que se hizo un corte profundo en una
mano con una rama de palma. Otro se clavó una gruesa espina rozando un ojo, a
un tercero se le incrustó una estaca en el labio inferior y uno más tiene el
cuerpo cubierto de una alergia que levanta la piel. El enfermero los curó y les
dio antibióticos por la infección. “¿Y si los niños se cortan?”, se preguntaban
todos.
Por muy caminantes que fueran
los hermanos, parecía inverosímil que lograran avanzar más allá de las decenas
de kilómetros escudriñados por curtidos soldados. En ellos nada ha sido
improvisado. En San José del Guaviare y en Bogotá, marcaban las nuevas rutas
conforme a las pistas que iban apareciendo y los obstáculos naturales.
“Cada amanecer, cuando
comenzamos la jornada, nos decimos: hoy es el día que los encontramos”, me
aseguró convencido un soldado. “Los milagros existen. Casi todos somos papás,
vemos nuestros hijos reflejados en ellos. Vamos a encontrarlos”. Y tenían
razón. Los hallaron sanos y salvos.
Tomado de: https://www.semana.com/nacion/articulo/milagro-en-la-selva-salud-hernandez-mora-cuenta-la-historia-secreta-de-como-cuatro-ninos-indigenas-sobrevivieron-40-dias-a-la-deriva-hasta-que-fueron-rescatados/202330/
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