Daniel Samper Pizano
Hace poco, al conocer el
choque de trenes que dejó más de cincuenta muertos en Grecia, pensé que esta
era una de las pocas catástrofes que no podrían suceder en nuestro país.
Estamos a salvo, pero solo porque la tragedia mayor ya ocurrió. Me refiero a la
quiebra y abandono de los ferrocarriles colombianos, que durante más de un
siglo resoplaron triunfantes, se entecaron luego y acabaron por desaparecer.
La abrumadora mayoría de mis
compatriotas no ha subido nunca a un tren. Lo conocen por el cine, la
televisión y –—los más cultos— porque leyeron Ana Karenina o supieron que un
efímero expresidente nacido en Fusagasugá se suicidó en 1952 bajo las ruedas de
una locomotora. Millones de menores de sesenta años ignoran que entre 1849,
cuando se inauguró un tren en Panamá —a la sazón parte de Colombia—, hasta
1988, cuando el gobierno rezó el requiescat in pace a los restos del naufragio
ferroviario, el país disfrutó de unos trenes lucrativos que integraron la
nación, movilizaron miles de toneladas de carga, transportaron a cientos de
miles de pasajeros y significaron la modernidad. Tan eficientes eran, que
fortalecieron la fortuna de los capitalistas fundadores de la primera línea
férrea que —sin contar a Panamá— existió en nuestro territorio. Inaugurada en
enero de 1871, recorría veintiocho kilómetros, unía a Barranquilla y Puerto
Colombia y, según el legendario ingeniero paisa Gabriel Poveda Ramos, fue
“sumamente rentable durante los siguientes cincuenta años”.
No solo resultó exitoso este
breve trayecto. Entre 1880 y 1945 el tren colombiano probó ser un buen negocio
gracias, sobre todo, a las inversiones del Estado. Un trabajo de Adolfo Meisel,
María Teresa Ramírez y Juliana Jaramillo (Cuadernos de Historia Económica y
Empresarial, octubre de 2014) señala que durante los años veinte “el 45 % de
los préstamos extranjeros fueron invertidos en la construcción de
ferrocarriles”. Igual ocurrió con el 65 % de la indemnización de Estados Unidos
por el robo de Panamá. Afirma el especialista norteamericano William Paul
McGreevey que “entre 1922 y 1957 los ferrocarriles fueron una buena inversión
para Colombia”.
Ya se abatían, empero, las
amenazas que acabaron con ellos: la competencia de aviones y camiones, los
torpes manejos administrativos y técnicos, los grupos de presión a favor del
transporte terrestre, los conflictos internos, los efectos de la II Guerra
Mundial en la industria... Menguaron los presupuestos ferroviarios y engordaron
los de carreteras (jugosa fuente de negociados estilo Odebrecht), hasta el
punto de que, según afirma el economista Mauricio Cabrera, “si se hubiera
invertido en carrileras la mitad de la plata invertida en carreteras, hoy
tendríamos una red férrea de clase mundial”. En 1930 el tren representaba el 60
% de la inversión en infraestructura de transporte terrestre. Dos décadas
después cayó en 20 %. Con todo, en los años setenta todavía operaban algunas
rutas, como el Expreso del Sol entre Bogotá y Santa Marta, que a veces, solo a
veces, llegaba sin contratiempos.
Actualmente, las viejas líneas
férreas están desmanteladas, las estaciones en ruinas y los equipos devorados
por el óxido. Solo funcionan dos trayectos, ambos para despachar carbón a
puertos de la costa, que en 2018 movilizaban la cuarta parte del transporte de
carga nacional. Uno, entre La Loma (Cesar) y Ciénaga (Magdalena); el otro,
entre El Cerrejón y Puerto Bolívar (Guajira). Este último es un impresionante
convoy de más de cien contenedores que atraviesa la comarca de Macondo como
antes lo hicieron vagones precarios en la literatura de Álvaro Cepeda Samudio y
Gabriel García Márquez.
Según los expertos, nos
subimos al tren un poco tarde. Al alborear el siglo XX, nuestros caminos de
acero no sumaban 620 kilómetros. Solo Nicaragua, Haití y Ecuador contaban en
América Latina con menos rieles, mientras que los gauchos habían tendido 35.000
kilómetros, que llegarían a ser 48.000. Como reflejo de su decadencia,
Argentina tiene ahora menos de 18.000. Nuestro país cuenta con 3.463, casi
todos dedicados a exportar carbón.
Santa Marta no tenía tranvía y
tampoco tiene ya tren. En Colombia únicamente subsisten estos fantasmas
nostálgicos en los vallenatos, los cuadros de costumbres, las novelas y la
memoria de algunos vejetes que, de niños, montamos dichosos en las sillas de
palo, comimos presa de gallina verde en las estaciones y lagrimeamos por culpa
del carboncillo.
Cada vez, sin embargo, se
escuchan más voces que piden la resurrección de los caminos de hierro. Aquella
utopía presidencial del ferrocarril elevado entre Santa Marta y el Pacífico
tiene el mérito de replantear la posibilidad de volver al tren. Surgen
proyectos. Cabrera propone un Ferrocarril Trasandino que, atravesando parte de
los Llanos Orientales, enlace a Buenaventura y Puerto Carreño (cerca de 1.500
kilómetros). Esta región sería, dice en su columna semanal de Cambio, “no solo
la gran despensa alimentaria de Colombia sino también la productora de
excedentes para exportar”.
Si queremos un medio de
transporte ecológico que conecte veloz y eficientemente el arisco mapa
colombiano, ahí lo tienen. Tanto ha cambiado el transporte sobre rieles en el
mundo, que abundan los bólidos silenciosos impulsados por energías limpias a
300 kilómetros por hora. De ellos se está llenando Europa, aun en la geografía
alpina de picos elevados. España, cuyos únicos trenes expresos eran los del
poeta Campoamor, está a la vanguardia de la alta velocidad. China se muestra
ansiosa de invertir en catenarias ultramodernas.
Hace siglo y medio unas
ferrovías casi de juguete prestaron valiosos servicios al país. Delirios
aparte, podrían exhibir de nuevo su presencia. Eso sí, conviene actuar pronto,
antes de que nos deje el tren.
Tomado de: https://cambiocolombia.com/los-danieles/ya-pita-el-tren
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